Doña Petrita

Publicado el 26 de agosto de 2024, 18:24

Por: Angelica Barcenas 1998

Hoy es día de tianguis en el pueblo. Los camiones arriban colmados, no solo de gente, sino de enormes canastas rellenas de queso, crema y requesón. También costales de verduras, hierbas y algún pollo todavía con el pico abierto, invadiendo la estación de autobuses.

Doña Petrita baja con su costal a la espalda y se enreda con el piso, descubriéndose los cabellos blancos como algodones que abrazan los cerros en este día gris. Sus trenzas caen sobre su pecho, enmarcando una cara de muñeca de cartón, como aureola, un sombrero de palma. Sus labios arrugados denuncian risas no escuchadas, ya olvidadas. La tristeza se dibuja en su frente como los surcos de esos cilantros, cebollas y acelgas de su vendimia.

Busca siempre un pequeño lugar entre los enormes puestos de frutas y abarrotes que invaden, desde hace algunos años, las calles empedradas donde se pone el tianguis. Camina de un lado a otro al ritmo del bullicio de los vendedores: "pásele marchantita, qué le damos. Tenemos de la mejor calidad, vea, pruebe estos mangos. Al mejor precio del mercado".

Así camina hasta encontrar un espacio para extender su mercancía. Al colocar unos huacales sobre el empedrado terroso, sin saber por qué, recuerda aquel día en que se levantó temprano, después de que Marcial se había ido a la parcela; colocó la olla del café sobre el fogón. Mientras él regresaba para almorzar, dio de comer a los pollos llamándolos alegremente "puu puu puu puu".

Preparó una salsa haciendo bailar a los chiles y tomates en el molcajete. El tiempo transcurrió y Marcial tardaba más de lo habitual. Comenzó a hacer las tortillas y entre cada palmada sobre las bolitas de masa, su inquietud creció. El metate fue quedando vacío, el chiquihuite engordando y calentándose.

Se levantó como si el suelo la hubiese lanzado cuando escuchó la voz de Genovevo, a gritos entrecortados por el llanto:

- Madre, madre.

-¿Qué sucede, qué tienes?

- Venga por favor, mi tata está muy mal. No sé qué le pasa. Fui a buscarlo a la parcela y lo encontré tirado entre los surcos. Lo jalé hasta un huizache y vine a avisarle.

Sintió que no tocaba el suelo cuando se dirigía hacia la parcela. Las palabras de su hijo volaban lejanas.

Cuando vio, a lo lejos, el cuerpo de Marcial tendido bajo la sombra, en un instante el calor del mediodía le entró por los ojos, por la boca, hasta recorrerle la sangre y, de la misma manera, salírsele y dejarla inmóvil. Miró los ojos de Marcial, que parecían elevarse hasta el cielo sin tropezar, ni siquiera en ella, que abrazada a él, se cansó de hablarle.

Su hijo se hizo cargo de la parcela. Ella, con los brazos cansados, más de no sentir a Marcial que del trabajo, limpiaba y sembraba la pequeña hortaliza, pero sobre todo, la regaba con lluvia salada. Quizás por eso, eran las cebollas las que más grandes brotaban. Y nadie comprendía a Petrita cuando comentaba que con sus cebollas frescas, las marchantas compartían su pena.

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