DONA CANDELARIA

Publicado el 22 de agosto de 2024, 18:27

Angélica Barcenas 1998

Candelaria Montoya nació quién sabe dónde. Tal vez su madre la parió en algún estado: Guanajuato, Michoacán o México. En la búsqueda de su origen, peregrinaron hijos, nietos y hasta bisnietos. La búsqueda inquietó los años de juventud de sus hijas, quienes no solo quisieron conocer la capital, sino también saber de la familia desconocida, la de la madre. A las hijas no les bastaba con tener una abuela y unos tíos que, en los años mozos de su madre, la habían humillado tanto. En una de las disputas con la suegra, ella quemó el único documento que acreditaba a Candelaria como ciudadana de este país. Aunque sus rasgos no dejaban ninguna sospecha: delgada, de piel cobriza, nariz chata y ojos de ébano rasgado. Herencias de su sangre indígena, testigos que la acompañarían hasta su vejez, como carta de presentación a falta de documento civil. No, las hijas de Candelaria no se conformaron con la abuela que tenían, ni con los tíos, primos y parientes que habitaban casi todo el pueblo del Divisadero.

Así iniciaron la indagación, por inconformidad y con la ilusión de tener otra anécdota familiar que contar. Los recuerdos de Candelaria no fueron suficientes para determinar el lugar de nacimiento: hablaba de unos abuelos, una presa, la Hacienda del Jazmín y otras cuyo nombre había olvidado; imágenes presentes en sus andanzas, mientras recorría caminos y pueblos polvorientos del centro de la República.

No encontraron nada entre cientos de hojas amarillentas, de olor a viejo y humedad, de los registros civiles, ni en las hojas picadas de las cédulas parroquiales.

Ella dice que nació un dos de febrero de mil novecientos catorce. Dato que corrigió después de confirmar en el Calendario de Galván, que ese es el día de La Candelaria y el año, porque Candelaria bien que se acuerda, que ella tenía dieciséis cuando se casó con Cesáreo, quien decía tener cuatro años más que ella. Y según el registro de nacimiento de Cesáreo, él nació en mil novecientos diez. Así fue como Candelaria determinó la fecha de su nacimiento, aunque no apareció en ningún libro civil o religioso. O quizás se evaporó junto con los años ardientes de la Revolución.

Después de que las intenciones de sus hijas se apagaron con los años y con el recuento de sus propias vidas, los nietos continuaron la búsqueda: Maravatío, Aculco, Acámbaro y Acambay fueron testigos de los andares desolados de los nietos. Indagación interrumpida por las mismas causas. Nada, ningún hallazgo sobre el nacimiento de la abuela.

"De niña viví abajo de Milpillas, cerca de Aculco, junto a la presa de Ñadho, con mis abuelos Inés Arias y Gregoria Mondragón. Mi abuelo Inés era un hombre fornido, de manos curtidas, de pies cansados por el andar y los huaraches. Voz recia para la abuela pero dulce para mí. Cuando iba a cerrar o abrir la compuerta de la presa, corríamos por la orilla para ver quién llegaba primero. Él dejaba que yo le ganara, y me alcanzaba quejándose de lo viejo que era. En otras ocasiones, me subía a sus hombros para que no me fatigara. Jugaba conmigo: tomaba agua entre sus manos y me la lanzaba diciendo que era lluvia. Si jugábamos en la casa, la abuela se enojaba, le decía al abuelo que parecía chiquito. Me gustaba llevarle el almuerzo a la Hacienda del Jazmín, ahí trabajaba el abuelo. El camino era largo y tardaba en regresar a la casa. Él siempre compartía conmigo su alimento.

"Cuando mi padre murió, mi madre se fue a trabajar a Acámbaro y me dejó con los abuelos. Mientras el abuelo estaba en casa, la abuela se comportaba mejor. Apenas se iba él, ella me mandaba traer la leña para cocinar. Si no traía de la buena, me pegaba; así que arrojaba un mecate a los brazos de los huizaches y jalaba con todas mis fuerzas. En algunas ocasiones, no lograba atorar el mecate y tenía que llevar ramas de las que encontraba tiradas. Intentaba llegar con el mecapal cargado de leña, casi doblándome la espalda, para que la abuela no se enojara. Lo primero que ella hacía era revisar los leños; si le gustaban, yo me salvaba de los azotes y ella se ponía a hacer las tortillas para el almuerzo. Al terminar, la abuela dejaba sobre el metate una cazuelita de nixtamal para que yo hiciera mis propias tortillas.

"Viví algunos años con mis abuelos. Me fui con mi madre gracias a que mi abuela me quebró un pie: yo estaba en el patio, la abuela salió de la cocina muy enojada, diciéndome no sé qué cosas. No le hice caso, huí al corral sin querer escucharla, ella tomó un palo de tejocote verde, de los leños gruesos, y me lo arrojó. Tirada, me quedé en la cama días y noches, semanas. Por las tardes, mi abuelo me sentaba en una sillita, sumergía mi pie en una cubeta con agua caliente y sal para desinflamarlo, pero no.

“Un día llegó de visita un tío y me vio arrastrar el pie hinchado, negro y sosteniéndome en un palo para poder levantarme. Fue quien le avisó a mi madre. Hacía mucho que no la veía, iba sólo a veces a llevarle unos centavos a la abuela. Siempre le había pedido que me llevara con ella. Nunca quería, hasta el día en que fue a verme porque yo estaba enferma. No sé qué les diría a los abuelos, permaneció con ellos mucho tiempo en la cocina. Mi madre me puso junto con unos tiliches en un ayate, me encimo a un burro que había llevado. También la acompañaba su nuevo marido. Antes de partir, mi abuelo se acercó a mí, me besó en la frente y dijo algo que no entendí. Las lágrimas resbalaban en un río por sus mejillas. Entonces lloré, no porque me iba, sino por el abuelo.

“Jamás regresé. Cuando mi abuela estaba muriéndose me mandó llamar, no quise ir. Mi madre no me obligó y fue a verla ella sola. Si, tengo el pecado de no haber perdonado nunca a mi abuela.

“El marido de mi madre fue bueno conmigo y con ella. No tuvieron hijos, ella me confesó que había tenido ocho embarazos pero ninguno vivió, nada más yo. Durante los primeros años con mi madre, anduvimos de aquí para allá. Su marido era carbonero y nos llevaba al cerro de San Diego, ahí trabajaba él. Después fuimos a labrar a las haciendas, allá por Tulancingo, Tizayuca y no me acuerdo por dónde más. Hasta que vinimos a parar al Divisadero.

Hacía tortillas en la Hacienda de La Goleta. Ahí conoció a Cesáreo, él trabajaba en la Hacienda del Gavillero. Candelaria interrumpe la historia, mira a lo lejos sin detener la vista, como si buscara algo para continuar; cruza sus brazos y se echa el rebozo sobre los hombros. El silencio se prolonga como si de pronto hubiera perdido todos los recuerdos. Los de su niñez son claros y los ha llevado a cuestas en sus casi noventa años.

Su cuerpo fuerte y bronceado la llevó por las milpas del ejido. Contó y contó, sin aprender nunca a sumar, aunque aprendió a manejar la yunta con destreza, después de varios años en que sola tuvo que sembrar las milpas, porque Cesáreo la abandonó. Olvidándose de ella y de sus hijos.

No lo esperó. Tomó la yunta, ese mismo año sembró maíz y trigo para que alcanzara la comida. A pesar de ello, un día los gemelos, retoños de unos cuantos meses, amanecieron muertos. Quizá fue lo agrio de su leche, a causa de la bilis por el abandono de Cesáreo.

De nueve hijos paridos sólo seis vivieron. No bastó sembrar las milpas para darles de comer a todos. Entonces se dedicó al comercio. Adquirió una vaca por una docena de magueyes y un barril de pulque. Al comprar la segunda vaca, la leche fue suficiente para sus hijos y para hacer queso, requesón y mantequilla. Durante el día confiaba la molienda de la leche cuajada a sus hijas mayores. Al regresar de vender los quesos por las plazas de Jilotepec, Tepeji, Tula y Cuautitlán; bajo la luz de una lámpara de petróleo y a veces bajo la luz de la luna, palmeaba el queso sobre aros de madera, formando montones de lunas llenas sobre una canasta de vara. En los días de tianguis, desde antes de que naciera el sol allá sobre el Cerro de los Otomies, cabalgaba su yegua pinta por caminos solitarios. Regresaba bajo la noche y con el hijo más pequeño atado con su rebozo a la espalda. Dice que se atravesaron por las veredas: brujas convertidas en bolas de fuego que la acosaban, a veces tan de cerca, que eso significaba que andaban muy lejos, y cuando la danza de luciérnagas gigantes se alejaba, era que la rondaban de cerca, queriendo arrebatar a su pequeño, pero nunca lo consiguieron gracias a sus rezos y a que llevaba en su pecho, envuelta en un pañuelo blanco, una pequeña cruz de palma, una imagen de La Magnifica y un poco de sal en su itacate.

Por casualidad me convertí en partera y curandera. Un día Mariquita, una vecina que iba a tener un hijo y vivía sola, se enfermó. Estaba ayudándome en la casa, y que se le rompe la fuente, había que ayudarle. Parió un niño prieto y boludo, se quedó toda la cuarentena en la casa. Los bañé, lavé sus ropas y les di de comer. Después me traía al chiquillo porque se le enfermaba mucho del estómago y le daba calentura. Yo decía: "¿Pues qué, soy doctor?"

“Pero ella aseguraba que yo sabía qué darle. Puras yerbitas. Luego me hizo fama, no faltaba quién viniera por un remedio.

“Ahora que soy vieja, si me duele la cadera me pongo un parche negro de belladona. Ya no se encuentran algunas de las pomadas que usaba. La de manzana es muy buena para la frialdad, ¡a dónde vas a encontrar carne de coyote para los sustos y cebo para las reumas? La carne del coyote se pone a serenar junto con toronjiles y se toma en ayunas. No, ya no hay lo necesario..."

Candelaria, con un jarro de pulque en la mano, mira hacia la nopalera que cae al paso de los postes por donde habrán de pasar los hilos eléctricos. Con voz suave murmura:

“Luz, ¿para qué quiero luz? Sí, desde que nací no he tenido más luz que la del sol o la de la luna, alumbrando mi camino. Para los rincones oscuros me bastó una vela de cebo o una lámpara de petróleo. Ya pa’ qué quiero luz, sí ya mero se me oscurece toditito el día.

Quise escribir esta historia para mi abuela. Contarle una como las muchas que ella me regaló. Aunque ahora que me acuerdo, Candelaria no sabe leer.

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