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Por: Juan José Ocadiz Molina1987
El dolor y la tristeza invaden el corazón de tía Regina Rangel desde hace varios años. El destino quiso jugarle una mala pasada y vaya si lo hizo: permitió que a su viejecito, hombre de buenos sentimientos, afanoso comerciante en frutas, legumbres y abarrotes en pequeño, le diera, como dice la gente, una embolia de esas que dejan medio cuerpo sin vida, sí, medio cuerpo; desde la punta de los cabellos hasta el filo de las uñas de un pie. En Don José Rangel además de quedar muerto en vida su lado derecho, muerta quedó también la facultad de hablar.
Yo radicaba en Coatzacoalcos, Veracruz, y cuando anuncié a tía Regina mi decisión de venir a Tepeji a vivir con ellos, frente al campo deportivo, en la avenida principal, se le alegró el alma, esa alma marchita, ávida de amor, ternura, luz, fuerza, cariño y comprensión.
Olvidé decir que tía Regina y tío José no tuvieron la dicha de procrear un hijo. Hoy, mis andanzas por la casa, mi música, mis amistades, mis ruidos, han roto el taciturno y lúgubre ambiente que solía imperar entre ellos.
Un día por la mañana tocaron a la puerta; tía acudió a ver quién era y se encontró frente a un niño de apenas 8 o 9 años, su carita morena de rasgos indígenas, así como sus manos ya endurecidas por las rudas faenas del campo, las traía, no obstante, partidas por la acción del frío matutino y seguramente por el agua helada con la que se lavaba.
- ¿Qué andas haciendo, Jacinto? - ¿Cómo está mi comadrita? - Bien, madrinita. Aquí le traigo unos gurriones que acabo de encontrar en el camino.
Eran tres pequeñas y frágiles avecillas de escasas horas de nacidas, ni siquiera se movían, su letargo los mantenía impedidos de cualquier acción; un resplandeciente brillo se reflejó en la mirada de tía Regina, su rostro adquirió viveza, corrió a la cocina y buscó leche, mojó un palillo en ella ávida, e intentó una y mil veces alimentar a los débiles pajarillos; poco a poco lo logró, sus picos recibían con beneplácito el nutritivo seguramente sabroso líquido.
Con cuánto amor y dedicación los cuidó y alimentó durante todo el día; a cada tres horas o antes, se inclinaba en el mismo suelo del patio, afanada en la tierna tarea de prodigar mimo a sus hijitos, como ella los llamaba. "Vamos chiquitín, toma tu lechita", decía cariñosamente, y al mismo tiempo.
Con una mano sostenía a una avecilla, con la otra le daba de comer. En la noche, tapó con un trapo la canastita que improvisó como nido para sus polluelos, no sin antes haberles platicado los planes y proyectos en los que ellos mismos intervendrían a partir del día siguiente.
Por la mañana, al bajar de mi dormitorio quejándome del atroz frío que imperó en la madrugada, encontré a la tía de siempre, la del alma triste y el corazón adolorido. A su lado, los tres gorriones yacían inertes, muertos por la helada, al igual que el medio cuerpo de tío José; así, como casi muertas las ilusiones de tía Regina.
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