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Fue en el año de 1955, el día y el mes no lo recuerdo, debió ser en el mes en el que hay muchas flores, eran las tres de la madrugada, dormía, como duermen los niños de 7 años, como los querubines, un cuadro de un ángel y un cristo de bronce velaban mi sueño, la luz de una veladora ilumina el enorme cuarto de paredes blancas, guardapolvo rojo y piso de ladrillo, la ventana y dos puertas de madera de color verde, desde mi cama de latón, colchón y almohada rellena de lana.
Antes de dormir me entretenía con las sombras que proyectaba la luz de la veladora y contando las vigas de madera que sostenía la bóveda catalana, hasta quedarme dormido, pero esa madrugada para mí fue diferente, oía la voz de la abuela como si saliera de algo muy profundo, ella me movía y me decía:
- ¡despierta, hijo, despierta! -
Cuando lo hice, dijo: -Levántate, tu mama me vino a decir que murió tu hermanita, ve a la huerta a cortar flores blancas-
Salí a la calle, sin conciencia de lo que era la muerte. La avenida Melchor Ocampo, estaba iluminada por unas lámparas de tenue luz, que colgaban en medio de la calle. Vivía con mis abuelos en la esquina de Benito Juárez, di vuelta y me quedé parado muy cerca del puente de las Guerras, la Luna se asomaba por la copa de los fresnos, su luz iluminaba la entrada a la barranca, me acordé de la aparecida de la barranca, de la llorona y del nahual, dudé un poco, pero seguí caminando y la luna se fue conmigo, llegué a la huerta, sabía muy bien donde estaban las flores, corté rosas, azucenas y alcatraces, estaban hasta el fondo, en el caño que regaba la huerta, cuando salí la Luna iba buscando acomodo para filtrarse entre las ramas e iluminar el entorno.
Cuando llegué con las flores, mi abuela las acomodó en una cubeta de lámina, mi mama ya había llegado con la niña muerta, estaba envuelta en una sábana blanca sobre la mesa, esto lo hacía llorando, la abuela me dijo que me sentara, que no me moviera porque la niña no se podía quedar sola, mi mama salió y regresó con unas ceras.
Las señoritas Chávez, que eran las modistas del pueblo, le hicieron la mortaja, la niña se llamaba Blanca Estela, el vestido era blanco, la capa azul con lunas y estrellas, le adornaron la cabeza con una corona de flores. Mi mama fue a que le hicieran la caja, en ese tiempo los carpinteros las hacían sobre medida, depositaron a la niña Blanca en el ataúd blanco, las flores eran blancas, el moño en la bolsa de mi camisa era blanco, las lagrimas de mi madre que caían sobre el cuerpo eran blancas.
Ya estaba saliendo el sol cuando llegaron mis hermanas y mis primos a acompañar a la niña, a mi hermana y a mí nos mandaron a comprar flores, en el Tepeji de antes había huertas y hortalizas, fuimos con la señora Emilia, con la señora Oliva que en el caño que pasaba frente a su casa había alcatraces, a la casa de las señoritas Arcia, ahí encontramos rosas, azucenas y alcatraces.
Los vecinos y sus hijos nos acompañaron, de la pulquería de enfrente salía música, entre llanto, café y música, se pasó la noche. Muy temprano prepararon la tumba, antes de las 4 de la tarde a los niños nos repartieron las flores y como era costumbre a las 4 salió el cortejo. La abuela decía que los angelitos eran niños que no necesitaban que rezarán y llorarán por ellos, que eran almas blancas que se iban a pedir por nosotros.
Llegado el momento de irnos al panteón, todo era llanto, dolor y como dijera la canción de Violeta, la tierra la estaba esperando con su corazón abierto. A la orilla del camino cortamos hojas de Pirú para ponerlas en la oreja para que no nos diera aire, juntamos las piedritas más bonitas para ponerlas en el altar de la Virgen y no cansarnos.
De pronto el cielo se puso gris y apresuramos el paso, a la entrada del panteón comenzó a llover, la flor con agua bendita, la cruz de tierra y todo el rito transcurrió entre dolor, llanto y lluvia.
La gente abandonó el panteón en medio de la lluvia, mientras otra vez canta Violeta:
“Ya se va para los cielos este querido angelito, a rogar por sus abuelos, sus padres y hermanitos, cuando se muere la carne, el alma busca en la altura la explicación de su vida cortada con tal premura, la explicación de su muerte prisionera en una tumba”
León Carlos Valdés
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