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Para María Guadalupe Huicochea
Jacinto Villaseñor le prometió volver. ¿Cómo puede usted pensar que no regreso, mi reina? Solo será por un año; volveré para casarnos, ¡se lo juro por mi santa viejecita que aquí queda con ustedes!
Así, al día siguiente, muy de madrugada, los muros de adobe de las casas de Atenguillo reproducían los pasos de aquella silueta que en pocos instantes se perdió en la oscuridad. Algunos perros, aquí y allá, acompañaron quizás un rato su andar entre ladridos y polvo.
Pasaron los días, las semanas y los primeros meses; la vida en Atenguillo transcurría como siempre. En las mañanas, los escasos hombres, casi todos viejos, se perdían entre los cultivos del campo; los otros, los hombres jóvenes y fuertes, no estaban, al igual que Jacinto, habían partido a cumplir con ese destino impostergable que ellos mismos se forjaban: ser braceros.
Las mujeres, también, cruzaban su camino entre sí, sin hablarse, como temiendo que el ruido de sus voces pudiera romper sus propios cuerpos, o algo peor, el encantamiento de sus almas. Al anochecer, el pueblo se animaba después del santo rosario.
Entonces la vida cobraba movimiento, fluía como el arroyo que atravesaba la calle, aquella por la salida opuesta del pueblo, rumbo a Mascota.
Sí, entonces las muchachas podían reír, podían lucirse. Al término del rosario, Mariela acudía al parque en compañía de Elvira y Carmina, sus amigas de siempre. Sin embargo, su mirada reflejaba tristeza. ¡Cuánto lo extrañaba! En cinco meses, una sola carta había llegado a sus manos, y todas las noches la leía mientras lloraba
¿Cómo no sentirse desdichada si Jacinto ni siquiera había dado contestación, primero al telegrama urgente, y luego a la carta detallada donde Mariela intentaba consolarlo después de anunciarle la muerte de su madre?
-No se dé usted a la pena, mi Jacinto, su mamacita se fue muy tranquila, con su nombre en los labios y bendiciéndolo a cada rato.
¿Cómo no sentirse desdichada? Otros tantos meses transcurrieron antes de la llegada de Jacinto, justo al año, tal cual su promesa. La boda fue discreta, cosa rara en Atenguillo, donde siempre las bodas son a patios llenos de invitados, a gente llegada de Mixtlán, Volcanes, San Pablo Tolotlán, Ahuacatepec, Rincón de Mirandilla, Huachinango y a veces desde Talpa, Mascota o Ameca: fiestas con mariachi, birria y litros de raicilla en abundancia. ¡Qué boda tan extraña!, comentó más de una persona.
Pero verdaderamente extraña resultó la muerte de Mariela. Unos dicen que murió en la noche de bodas. Otros afirman haberla visto en misa al día siguiente. La misma tarde después de sepultarla, Jacinto abandonó el pueblo: esta vez, ni un solo perro lo acompañó con ladridos y ni una pizca de polvo se levantó a su paso.
Cuando los habitantes de Atenguillo empezaban a olvidarse de aquellos sucesos, llegó la noticia, la trajo Felipe Robles, venía de San José, California, al término de la cosecha de tomate. Al principio nadie lo creía. -¡Estás loco!, le decían -¡No puede ser!- tuvo que mostrar el periódico y el acta de defunción. A Jacinto Villaseñor, hacía cosa de un año, lo habían matado a tiros para robarle.
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