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Para la maestra Eusebia Sierra
De Juan José Ocádiz 1996
La casa de Genaro quedaba muy retirada del centro del pueblo.
Vivía allá, casi en las afueras, camino al encuentro de la carretera por donde uno podía ir a la ciudad. Había que cruzar el río por el puente viejo, ese de pura piedra que seguramente levantaron antes que al mismo pueblo.
Nuestros tatas cuentan, como a ellos se los contaban los suyos, eso de que el puente ya estaba allí antes de haber nada. También había que pasar pegaditos a la destruida barda del cementerio y no del otro lado del camino, porque entonces uno corría la mala suerte de irse para abajo, para los barrancos, que están bien hondos.
Pero el bueno de Genaro nunca nos fallaba a la hora del ensayo, claro, minutos más, minutos menos, como todos nosotros, pero siempre listo y contento para darle un rato a la cantada después de las labores en el campo. Ni él ni José Luis podían faltar, eran el alma de la palomilla, tocaban la guitarra como los mero buenos y no se diga para cantar, hacían que cada uno de nosotros se pusiera muy ágil, porque hay de aquel que desentonara, luego luego nos comían con la puritita mirada. Ya entrada la noche y casi siempre con unos tragos en la panza, cada quien jalaba para su rumbo; con Genaro se iba Roberto, aunque éste vivía mucho antes de llegar al río.
El ensayo era porque ya estaba cerca el 10 de Mayo, día de las madrecitas y pues todos queríamos salir a darles serenata en su día; eso sí, todos en bola, si no para qué tanto acoplamiento. Cuando llegó la fecha casi todos estábamos en el jardín, bien de madrugada, como quedamos; era cosa de empezar temprano para que nos diera tiempo de cantarles las mañanitas a todas nuestras jefecitas.
- Buenos días, Toño. ¿Qué tal de frío? Buenas, Raúl, pues yo no tengo, ya estamos en la época de la calor.
"¡Qué tal Roberto?"
"-Bien, Genaro, ¿y tú?"
"¿Qué hay, José Luis?"
"-Buenos días, Aurelio."
"¿No ha llegado Saúl?"
"-Por ahí viene, con Fernando y Chavo."
"Pues vamos yéndonos, muchachos."
Y todos nos dirigimos hacia la casa más cercana, cada uno con su guitarra ¡jah! y con sus botellas de chinguere en el morral; y luego de cada canción, un trago para tener la garganta en su mero tono. Así, a cada madrecita le íbamos cantando las mañanitas y todas esas otras que ya sabíamos les gustaban mucho, como esa que dice: "despierta dulce amor de mi vida, despierta si te encuentras dormida."
Conforme avanzaba la madrugada, nos poníamos más contentos, era como si el rocío de la mañana hiciera en nosotros el mismo bien que al campo, pues para él es su alimento, así queda hermoso y lleno de vida. Las guitarras también estaban contentas, parecían tocar solas, casi nada más con pedirles que lo hicieran. Ya habíamos recorrido todo el pueblo y los tragos seguían animando la bulla.
"-Bueno, mis cuates," dijo Genaro, "vamos a llevarle sus mañanitas a mi jefa." Y nos fuimos rumbo a las afueras, dejando atrás las calles empedradas, esas hasta donde llegan los alambres de la luz; atravesamos el puente de piedra, ese que es tan viejo como nuestra pobreza, y llegamos a dar la serenata. El sentimiento con que Genaro cantó nos caló a todos y sus lágrimas hicieron que nuestras lágrimas le acompañaran. Y cantamos como nunca lo habíamos hecho.
Aún seguíamos allí, rascando las guitarras, echando trago, cuando el alba apareció y con esa primera luz del día, los arrieros y campesinos que pasaron por el camino, pudieron ver, por sobre la barda destruida del cementerio, a un grupo de indios borrachos cantando alrededor de una tumba.
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