De Historias PERO YO SI SE Angélica Bárcenas

Publicado el 28 de junio de 2024, 2:09

"Mírala allá va sí, es ella; es inconfundible". Frase que se oyó por todo el pueblo, saliendo de la iglesia, afuera del panteón, por el puente; aunque nadie estuvo frente a ella. Su historia se desvaneció junto con ella, a través del tiempo y otras historias.

Nunca se supo cuándo se fue, a dónde, por qué; bueno, casi todos estaban seguros de que fue después de lo de su hijo.

Siempre con su lento andar, sin prisa, el pueblo era pequeño y del centro a la casa más retirada se iba y se venía antes de que se hiciera de noche, sin tener que correr.

Cuando uno la veía andar por las calles elevadas, como subiendo al cielo, parecía que no tocaba la tierra, su cabello blanco como gorro de algodón; sus manos enlazadas hacia atrás como para no caerse, porque su cuerpo se empeñaba en mirar al suelo como si cargara sus ochenta años sobre la espalda.

Hablaba de la revolución, de un pueblo, cuando aún era niña; se fue, se la llevaron, se perdió; ya no se acordaba. Y así con su niñez, con su miedo y su llanto debajo del rebozo, se encontró en la capital, entre calles sucias y solitarias. Hasta tropezar con una gente buena, un doctor, que a falta de hijos y de sirvienta la llevó a su casa y como dice ella, la dejó fisgonear cuando atendía a un enfermo.

Él la quiso mucho, pero un día murió y ya no había nada que fisgonear, que no fuera en la cocina o cuando salía al mandado. En estas salidas apareció Ramiro, su amor, su perdición, aunque de él no hay mucho que decir, solo que, a sus cuarenta años, le dejó la ilusión de vivir; cuando nació ese pedacito prieto de manos y pies chiquitos, de ojos grandes y negros como los de ella.

Así como me crecía la panza, me crecían las ganas de vivir y decidí irme de la capital, ya no a mi pueblo, pues se me olvidó cómo se llamaba, tal vez todos habían muerto de hambre; de eso sí me acuerdo, no había qué comer; nadie sembraba, todos se iban, los enfermos se quedaban solo a morir. No había medicinas, ni doctores, una tos o un choro eran para morirse.

No me acuerdo qué año era cuando llegué aquí. El pueblo era chiquito, por eso cuando empecé a dar remedios decían que era bruja, eso fue cambiando; porque en lugar de hacer limpias les ayudaba a parir sus chamacos y a curarlos de vómitos y calenturas.

Bueno, la verdad sí hice limpias y curaba de espanto, esto lo aprendí aquí.

Puse muchos geranios y dalias de todos los colores en el corredor, para que mi Ramirito creciera entre colores y olores bonitos y no solo con olor a hierbas.

¡Cómo creció! Pronto lo mandé a la escuela para que fuera doctor, pero no, aunque nunca nos faltó qué comer, en el pueblo solo había primaria y fue lo único que estudió; a punta de palos la terminó, porque muchas veces no quería ir ni hacer la tarea.

No sé cómo empezó a tomar y a meterse en pleitos. De escuincle me lo llevaba a ver a mis enfermos, luego ya no quiso ir, se quedaba con el pretexto de cuidar a su perro y a sus conejos.

Yo ya estoy cansada, pero quiero ver a mis nietos, siempre repito lo mismo; cuando ya no tengo ganas de salir.

El día que le avisaron que su hijo estaba tirado por la vía, como muerto, fue el último día que ciertamente se le vio por todo el pueblo; de aquí para allá, caminando despacio como siempre.

Después de varios días de no verla, ni por su corredor de flores ya marchitas, los vecinos decidieron entrar, estaban seguros de que ahí la encontrarían en su casa, pero no estaba.

Desde entonces y por mucho tiempo los comentarios surgieron sin que nadie supiera la verdad; pero yo sí sé dónde está, sí, Mariquita está en cualquier panteón, porque cualquier panteón es bueno para llorar, hasta que las lágrimas se quedan en el pecho y las que corren por las mejillas las seca el viento frío que viene a donde todo se queda, el llanto, la vida y todo termina.

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